Quentin Tarantino está cerrando su ciclo como cineasta, si bien aterrizó en Hollywood a principios de los noventa como un joven director independiente con la etiqueta de enfant terrible y con la osadía de romper el canon de las correcciones del cine mainstream ochentero de la era Reagan-Bush, en la actualidad en su ya novena película -y probablemente penúltima en su carrera tras 27 años- nos encontramos ante un realizador formado, auto-consciente de la relevancia de su trayectoria, con poco que demostrar y la vez igual de ajeno a los convencionalismos del actual Hollywood, la que sobrecarga habitualmente la cartelera de multimillonarias producciones de superhéroes, remakes y secuelas varias.
Sin embargo, el director no reniega de la industria, ni mucho menos. Su última película -producida por Sony/Columbia, la primera sin el sello de los Weinstein– no es solo un canto de cisne al último arte, sino también un homenaje a un Hollywood, como ciudad y negocio, en plena era de cambio. Tarantino nos lleva en un nostálgico viaje en carretera por las luminosas calles de Los Ángeles de 1969, realizando un retrato de esa época que marchó para no volver, el auge del activismo hippie y otros movimientos contra-culturales, que chocaron de frente con el declive de un conservador y viejo star system que se caía en pedazos mientras se gestaban los cimientos del “nuevo Hollywood”. Así como también de ese modo de vida, el día a día de estos profesionales de cine y su voluntad de supervivencia.
El realizador de Knoxville disecciona esta fecha clave en la historia de Norteamérica, con la precisión de un cirujano y desplegando su habitual amalgama de conocimientos y referencias de la cultura pop de finales de los sesenta; Ya sea en forma de guiños a series televisivas como ‘El virginiano’, ‘El avispón verde’ o el ‘Batman’ de Adam West, las proyecciones de las salas Pussycat, Vine y Cinerama anunciadas en brillantes marquesinas con éxitos taquilleros como ‘La semilla del diablo’ (1968) de Roman Polanski, el ‘Romeo y Julieta’ (1968) de Franco Zeffirelli o sonados fracasos como ‘La mansión de los siete placeres’ (1969) protagonizada por Dean Martin. Y, como no, esos hits musicales directamente extraídos de la emisora de radio más escuchada en L.A. en la época, la radio estación 93KHJ, en la cual sonaban desde el “Straight Shooter” de The Mamas & the Papas pasando por el “Time of the Season” de The Zombies o el cacareado “Bring a little lovin” de Los Bravos, elementos que se mueven en una gran puesta en escena como es la amplia geografía californiana.
La ciudad de las estrellas fugaces, las que perduran y de los que dinamitaron sus sueños
El filme se narra en tres episodios, diseccionados en tres días puntuales -el 6 y 7 de febrero y el 8 de agosto de 1969-, llevados a lomos de tres personajes que no sólo son el eje de la historia, ellos son la historia. Los protagonistas representan las diferentes categorías sociales del Hollywood de la época, y a su vez, también reflejan el futuro, el presente y el pasado de la industria.
Por un lado tenemos a Sharon Tate (Margot Robbie), que vive la vida de una estrella incipiente acabada de llegar a Hollywood, es joven y guapa, se mueve por las lujosas fiestas, el glamour, saborea las mieles del éxito y aún puede pasar desapercibida por la ciudad. Por otro se nos presenta a Rick Dalton (Leonardo DiCaprio) una vieja gloria curtida en producciones bélicas y westerns que se encuentra en plena caída libre, pero que pese a haber tomado malas decisiones profesionales sigue trabajando y mantiene cierto estatus. Finalmente está Cliff Booth (Brad Pitt), el doble de escenas peligrosas de toda la vida de Rick, resignado profesional de la vieja escuela que ya ha asumido su papel residual en el negocio, tiene que buscarse la vida como asistente personal y vive en una caravana de mala muerte cerca de un auto-cine.
Las interpretaciones de este trío son de un grandísimo nivel, DiCaprio nos regala un Rick Dalton magnífico, alejado de ese Calvin Candie, el caricaturesco villano de ‘Django Desencadenado‘. Este actor en crisis es un personaje con mucho más interesante y complejo. Dalton muestra la rutina del actor, rozando la alcoholemia y evidenciando sus miserias, miedos y debilidades por los platós televisivos de antaño pero a su vez, se resiste a caer frente a los inminentes relevos generacionales. Brad Pitt, que quizás tenga uno de los papeles más agradecidos de su carrera, en la piel de este especialista, es un tipo duro y enigmático, parco en palabras, chapado a la antigua y con un pasado sombrío, pero a su vez, se ve como un hombre con principios y un fiel compañero de andanzas de Rick.
Leo y Brad logran que esa amistad y complicidad inquebrantable traspase la gran pantalla como en su momento lo consiguieron Paul Newman y Robert Redford en filmes inolvidables como ‘Dos hombres y un destino’ (1967) o ‘El golpe’ (1973) de George R. Hill, quien mejor que ellos para coger el testigo.
De algún modo ambos se necesitan para soportar el día a día de ese mundo cada vez más hostil para unos tipos tan desfasados. Ellos representan al hombre recto, hecho a sí mismo, que bien encarnó John Wayne en las producciones de John Ford y/o Howard Hawks, pero Hollywood empieza a rechazar ese estereotipo. A Cliff no le importa demasiado, porque está en paz consigo mismo, pero Rick todavía necesita seguir siendo aceptado.
Sharon Tate, interpretada por una maravillosa Margot Robbie, llena la pantalla con su sonrisa y personalidad, no goza del protagonismo y presencia que le permitió Martin Scorsese en ‘El lobo de Wall Street’ (2013). Pero está justificado de algún modo, porque refleja esa luz de inocencia y pureza que se apagó demasiado pronto rompiendo de golpe con esa realidad naif de los sesenta.
Y alrededor de estos, entran y salen adecuadamente en la ecuación los Bruce Lee, Jay Sebring, Roman Polanski, George Spahn, James Stacy, Steve McQueen, Marvin Schwarz o Charles Manson y su séquito de fanáticos para completar este “juego de Hollywood” que propone su realizador en un tablero que recorre desde las enormes mansiones de Beverly Hills al polvoriento e inquietante rancho Spahn.

No esperes nada, solo déjate llevar
Personajes de ficción y reales que se entremezclan entre ellos en un ejercicio meta-ficcional donde el autor de ‘Kill Bill’ se permite sus habituales licencias para atrapar y manejar al público a su antojo, en pro de un divertimento hasta cierto punto, sano. El humor y la connivencia del espectador resultan claves para sostener una cinta que se acerca a las tres horas y no posee un desarrollo, ni una trama que necesariamente que lleve a alguna parte.
En gran medida porque la instantánea del momento es tan poderosa y bella, y el realizador es tan hábil manejando los planos de cámara y los tiempos, que para contarnos el relato no se ampara en leit motivs pre-diseñados como las venganzas usuales de su filmografía, sino que planea narrativamente en círculos en forma de espiral. Un vuelo fílmico rasante hasta llegar a un clímax que implosiona para ofrecer la carnaza que promete, aunque no exactamente como todos teníamos en mente.
Para bien y para mal, es puro Tarantino
¿Y qué defectos tiene ‘Érase una vez… en Hollywood’? Varios, algunos de ellos ya son casi patológicos, como lo dilatadas que son determinadas escenas, o que, a falta de un argumento sólido (en eso se asemeja a ‘Pulp Fiction’), todo se mueve al son de sus personajes y estos no están compensados lo suficiente en el reparto de sus minutos en pantalla. Así como la escasa participación de actores de la talla de Al Pacino, Kurt Russell o Bruce Dern, que tienen apariciones demasiado efímeras. Y aunque no sea un problema per se, su desenlace puede considerarse hasta cierto punto… complaciente, aunque también coherente, según se mire.
Pese a sus imperfecciones, el famoso “sello Tarantino” sigue ahí: grandes personajes, diálogos punzantes, múltiples referencias a elementos de la cultura popular y situaciones que llevan al límite al espectador en donde la violencia juega un papel puntual. Además, esta vez el director lanza un mensaje esperanzador acerca de reinvención en tiempos de cambio (aunque no sea siempre para bien) porque siempre hay una oportunidad para aceptarse a uno mismo y seguir adelante.
Quentin ya tiene su “noche americana”
‘Érase una vez en… Hollywood’ es la materialización en forma de cuento del tan analizado y debatido universo “tarantiniano”; sus filias, fobias, obsesiones, recuerdos y experiencias acumuladas en toda su carrera están volcadas durante todo el metraje. Pero es que a la vez, refleja todo lo que es, piensa y siente Quentin sobre el cine, la ficción y el proceso de creación de un artista. Desde su génesis, el papel en blanco, pasando por el rodaje -”Because, we love making movies!”- hasta su exhibición en la pantalla grande.
Una oda al séptimo arte como componente transformador y con la capacidad de remover emociones, sorprender y entretener. No es algo nuevo, el director se une así a la lista de prestigiosos cineastas que nos han hablado del cine desde el cine como François Truffaut, Federico Fellini, Stanley Donnen, Billy Wilder o más recientemente Pedro Almódovar con su auto-biográfíca ‘Dolor y gloria‘.
A falta de “la décima”, nos sentimos agradecidos
Al realizador de ‘Los odiosos ocho’ se le puede acusar de todo, menos de continuar manteniendo un nivel alto, y seguir siendo fiel a sí mismo en el crepúsculo de su carrera. Es de justicia agradecerle infinitamente que su filmografía no sea sólo un regalo con valor propio, sino que además ha servido como vehículo de conocimiento para llevarnos a descubrir numerosos filmes, tendencias cinéfilas y artistas, que eran carne de filmoteca y/o piezas de coleccionismo para cinéfagos más puristas. Hecho que lo sitúa en una posición que va más allá de ser considerado como un mero director de estudio, estamos ante un auténtico maestro de cine.
Así que, parafraseando a Brad/Cliff en el filme y, dirigiéndonos directamente al realizador de Knoxville (Tennesse): “Eres el puto Quentin Tarantino, que no se te olvide”.
¿Ya la has visto? ¿Qué te ha parecido? Te invito a que dejes tu opinión en nuestra caja de comentarios.