El pasado verano el realizador de origen Neoyorquino Ari Aster se presentó en sociedad con una ópera prima que no dejaría indiferente a nadie: ‘Hereditary’. Una arriesgada cinta horror de herencias malditas narrada a ritmo acompasado, sustentada en el drama y con reminiscencias a la literatura de Poe o cineastas clásicos como Kubrick, Polanski y Friedman. Un debut potente que seguro perdurará en el tiempo.
Con ‘Midsommar’ Aster repite la fórmula, pero lo lleva todavía más allá, cambiando las maldiciones familiares por extrañas comunidades paganas de origen nórdico. Una cuento de horror que se aleja de tópicos: todo ocurre a plena luz del día, en un entorno natural completamente idílico. ¿Es aterradora? No, no hay momentos de grandes sustos, ni vuelcos al corazón, ni mucho menos. Aster parece más interesado en que el espectador experimente una sensación de incomodidad desde la primera escena, un malestar que ya no abandona e irá in crescendo durante el transcurrir de la trama.
La historia se centra en una pareja de jóvenes Dani (Florence Pugh) y Christian (Jack Raynor) que no están pasando un buen momento personal y deciden marchar de vacaciones lo más lejos posible junto a unos amigos al Midsommar, un festival que se celebra cada 90 años en una pequeña localidad rural de Suecia. Sin embargo los colegas no parecen muy felices de que Dani se haya auto-invitado al Eurotrip, ya que tenían otros planes, pero la trágica situación de ella lo exige.
Un viaje emocional al género Folk-Horror repleto de homenajes
Tras un intenso prólogo, la trama se desplaza a los bellos paraísos naturales de Suecia, en dónde pronto avistamos el clásico choque no sólo cultural entre las urbanitas sociedades demo-cristianas frente a los cultos y las rurales tradiciones paganas, sino también el contraste entre la belleza de una alegre y apasionada celebración popular con la profunda oscuridad y podredumbre que habita en el interior de los personajes, especialmente Dani, que está superando un momento terrible y es presa de todos los miedos. Lo que debería ser un verano de evasión y divertimento se convierte en un extraño viaje psicodélico, en donde los invitados son lentamente abducidos a base de alucinógenos, para aceptar esa “nueva realidad”. Inevitablemente, la aventura se va pronto al traste y esas visiones desesperadas, posiblemente proféticas, son el punto de partida para los sucesos escalofriantes que empiezan a suceder.
Aster utiliza la tradición y el folclore para mostrarnos su pesadillesco relato de solsticio de verano, una historia que mezcla la base argumental del cine de terror adolescente de los 70 (esa crudeza salvaje de ‘La matanza de Texas’ (1974), con elementos del género folk-horror vistos en cintas como ‘Picnic en Hanging Rock’ (1975) o ‘El hombre de mimbre’ (1973). Un cóctel que bien agitado logra su propósito, mantenernos atrapados durante toda la proyección.
El realizador también menciona su inspiración -especialmente para retratar el camino de Dani- en clásicos infantiles como ‘El mago de Oz’ (1939) o ‘Alicia en el País de las maravillas’ (1951), que ya tenían su lado oscuro, pero que en ‘Midsommar’ se conectan de un modo absolutamente perverso.
Jóvenes protagonistas de altura y de factura técnica impecable
La actriz protagonista, Florence Pugh realiza un gran trabajo en el papel de esa chica atormentada que huye hacia adelante. La expresión de su mirada esconde la confusión, todos esos traumas acumulados y la frustración de no sentirse ni valorada ni comprendida. Del mismo modo Jack Reynor está muy convincente en el rol de Christian, ese novio egoísta y cobarde, sobrepasado por los acontecimientos. También destaca Pelle (Vilhelm Blomgren) ese amigo anfitrión que parece ser el único que comprende el momento por el que pasa Dani. El resto de personajes cumplen, pero la mayoría de ellos no son más que meros aditivos a la trama.
Aster es realmente hábil con la cámara y el lenguaje cinematográfico, y no lo oculta, regalando un amplio abanico de sus habilidades: Desde los intensos planos faciales cerrados en dónde entramos de lleno en la travesía emocional de los protagonistas a esas coreografías humanas que conforman inquietantes símbolos filmados en plano secuencia o desde las alturas, como si de una macabra ópera se tratara.
Y hablando de aspectos técnicos… la dirección de fotografía de Pawel Pogorzelski, son palabras mayores. La cinta esta envuelta de un halo especial, un tono cándido entre lo místico y lúgubre. Esa demostración del poder de lo visual como vehículo fílmico también está presente en cineastas de origen nórdico como Lars Von Trier o anteriormente Ingmar Bergman y Andrei Tarkovsky, auténticos maestros en el arte de la imagen en movimiento. Aster bebe claramente de ellos en su singular uso de la semiótica. Y qué decir del aspecto sonoro, otro personaje más que funciona perfectamente en el engranaje del film. Esa música de estridencias armónicas y sonidos caóticos y tenebrosos que compone Bobby Krlic es completamente hipnótica.
‘Midsommar’, una película de sombras y luces
Los puntos débiles del film también están expuestos a la luz: carece de la profundidad narrativa de ‘Hereditary’, algunos de sus secundarios son planos y su argumento es simple y, a partir de cierto punto, previsible. Sin embargo tiene otros elementos que la hacen inaudita, entre ellos, un sentido de humor malévolo y perverso pero absolutamente necesario. También es cierto que quizás Aster sea demasiado explícito, y se recree en exceso en determinados momentos de alta carga visceral que probablemente requerían de más sutileza. Y una vez más, y tal como sucedió en la anterior cinta, su acto final es descaradamente osado, cargado de escenas grotescas, que puede llevar al público a la desconexión.
Pese a ello, el conjunto final es sumamente atractivo. Si en ‘Hereditary’ las maldiciones generacionales servían como acicate para llevarnos de lleno a la tragedia pesadillesca de una familia rota en pedazos por el peso de la pérdida, en ‘Midsommer’, Aster utiliza la tradiciones nórdicas, ritos ancestrales y cultos paganos para llevarnos a una angustiosa experiencia catártica que en el fondo representa la degradación de una relación tóxica de pareja, situada al borde del abismo.