Tanner, uno de los personajes principales de la trama se autodenomina en un momento concreto como un “comanche”. Los comanches son aquellas tribus de nativos que procedían de varias regiones del Sur de Estados Unidos. La mayoría de ellos con el paso de los años fueron menguando y expropiados de sus tierras. A nivel cinematográfico, fueron (injustamente) retratados innumerables veces en westerns de sabor añejo como malvados y crueles asesinos, némesis del “hombre-blanco”. Etimológicamente hablando, un comanche (u kumantsi) se traduce en su origen como “enemigo” o “contra el que se va a luchar”.
En este filme, el realizador británico David Mackenzie (‘Convicto’) nos traslada eficazmente a un territorio comanche en la actualidad; esa América sureña, xenófoba y pro-bélica, azotada salvajemente por la crisis económica, donde la población vive en un estado de emergencia social y resignación a una vida miserable y sin vistas a un mínimo progreso. Mackenzie se apoya en un guión directo y mordaz de Taylor Sheridan (‘Sicario’) una especie de neo-western rural sucio y arenoso, próximo al estilo implacable de Sam Peckinpah o la literatura de Cormac McCarthy.
Dos forajidos con un mismo destino
Los protagonistas son los hermanos Howard, interpretados con notable veracidad por los jóvenes Ben Foster y Chris Pine, en el rol de unos torpes forajidos que se dedican a robar en bancos de diferentes localidades de la zona. Su propósito sin embargo es tan noble como comprensible, salvar una granja familiar ahogada por la hipoteca de esas mismas entidades bancarias y a la vez, rezar por un futuro próspero para sus herederos. Los hermanos, no pueden ser más opuestos: Tanner es un auténtico bala perdida, un asesino temerario, puro nervio e instinto. Sin embargo Toby, el más joven, es más cerebral y analítico, quizás porque tiene más que perder, nada menos que la esperanza… de sus hijos.
Para equilibrar la balanza, como contrapunto tenemos a las tradicionales fuerzas de la ley, encabezadas por una pareja de alguaciles de lo más peculiar: Marcus, un gruñón pero curtido agente al borde del retiro, interpretado por un espléndido Jeff Bridges (al que este tipo de papeles le vienen como anillo al dedo) y Alberto (Gil Birmingham), su fiel y veterano socio, mitad indio y mitad mexicano (causa de más de la mitad de chascarrillos de su compañero de andanzas). Ambos, entre disputas y puyas “conyugales” se embarcan en la persecución de los hermanos, trazando el paradero del próximo posible atraco.
Un sistema que crea enemigos
‘Hell or High Water’, aunque cae en ciertos lugares comunes del género, es un gran ejercicio de entretenimiento no exento de intriga y violencia. Pero aunque la cinta se recrea en la acción, es algo más que la típica película de policias persiguiendo ladrones. El libreto de Taylor Sheridan guarda en sus diálogos y situaciones una importante carga de crítica social y política (muy bien reflejado en un brillante acto final). Analizando un sistema financiero estadounidense, que presiona y ajusticia a los más débiles, a los que trata como a comanches, diciéndoles: “o aceptas tu mísero destino, o estás contra mí”.
Lo mejor
- La ambientación de la America del Sur en crisis.
- La interpretación de los actores y sus elocuentes diálogos.
- El pulso narrativo de su director.
Lo peor
- Algunas situaciones son previsibles.
- Lo más relevante de la trama queda en segundo plano.
Lee más críticas de las películas de Sitges 2016 haciendo clic aquí.